gastronomía.
A mi la gastronomía es una de las cosas que más me gustan, aunque cocinar no es algo que me vuelva loco. Hay gente a la que cocinar la tranquiliza. A mí hay veces que me pone nervioso e hiperactivo. Que si hay que pelar esto, estar pendiente del fuego que se queman las cosas, la tapadera, escurrir, que si el infernal ruido del extractor, cuidado de no cortarte... para que al final te quede la comida sosa. Pero bueno. Supongo que también será por mi falta de práctica e interés en los fogones.
Como decía, la gastronomía me encanta, pero, siguiendo su definición, yo no sería un artista, sino un grandísimo aficionado. La gente que me rodea lo sabe. Mi madre se encarga de que mi plato siempre sea el que más comida tiene. Y entre mis amigos también soy de los más voraces. Tuve un compañero de piso con el que comencé una relación alimentaria: él aportaba algo, yo aportaba algo, y así comíamos. Cocinábamos juntos, cucharón a cucharón, nos poníamos a la mesa juntos, codo a codo, y limpiábamos los platos antes de que llegaran al fregadero. Una relación bastante buena y fructífera, en la que la ingesta de nutrientes era espectacular. Aquello no eran almuerzos, o cenas. Eran banquetes. Y es que nos encantaba compartir mesa y mantel, charlar, reír, y degustar lo que para nosotros eran manjares, aunque sólo fuera una simple ensalada. Pero, cual Romeo y Julieta, nuestra relación llegó a oídos de la madre de mi compañero de piso. Pero no por mí, o por él. Nadie la desveló. Excepto una barriguita y una papadita que, según ella y sólo ella, cada vez eran más incipientes en él. Ninguno, ni siquiera él, se había percatado de semejante hecho. Por lo que, una vez descubierto lo que hacíamos, ella le prohibió tajantemente seguir la relación conmigo. Se acabaron las compras compartidas, los fregados compartidos, y ya no habría más "pásame el pan", "esto para ti y la otra mitad para mí", "ahora pongo la mesa", "espérame para almorzar", "mira lo que traigo para cenar esta noche", "¿qué te apetece comer hoy?". Y se acabó lo mejor: la sobremesa. En ella nos vanagloriábamos de otra gran faena: acabar con la comida del día, incluso si había que rebañar en la olla. Y eso lo hacíamos con una sonrisa cómplice mientras nos acariciábamos la barriga, llena. Todo eso se acabó.
Nos separamos a la hora del almuerzo y la cena, y ya cada uno usaba sus sartenes, sus cazos y esperaba su propio turno para el microondas, mientras nos mirábamos lamentando nuestra suerte. Luego, con el tiempo, alguna que otra vez volvimos a hacerlo, a escondidas. Y ese era nuestro secreto. ¡Cómo echo de menos esos almuerzos!
Y es que yo, glotón por naturaleza, desde siempre he dicho una frase que más de uno habrá escuchado e incluso entonado (y con esto la cosa mundana del día): "¿Vas a tirar eso? Trae pacá anda, que yo me lo como".